Por José Luis Arce
27 de marzo, 2021
En el contexto del desarrollo histórico y político de las modernas sociedades democráticas, junto con la construcción de los mecanismos de representación, ha jugado un papel fundamental el principio de la separación de poderes y, asociado en varios sentidos a esos pesos y contrapesos, el otorgamiento de espacios de autonomía e independencia a ciertos componentes de su tejido institucional.
De esta forma, escribía Montesquieu, como “todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo… Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”.
Bajo esta premisa, que hoy parece tan básica y evidente, terminaron levantándose los complejos aparatajes constitucionales y legales necesarios, en principio, para evitar esas concentraciones abusivas del poder, entendidas, claro está, principalmente como originadas en las inclinaciones y desvaríos totalitarios de quienes lo obtienen cedido por la voluntad popular.
Aunque útiles y fundamentales, toda esa estructura de pesos y contrapesos – como en el caso de los poderes de Estado – y de espacios de independencia y autonomía – como los que demandan usualmente universidades, reguladores y bancos centrales – requieren hoy, para ser realmente efectivos y para legitimarse más que simplemente la referencia a un marco abstracto de normas legales. Esto, por dos razones básicas: la naturaleza del poder y de sus posibles abusos ha cambiado y, por otro lado, la convivencia democrática – y una ciudadanía hipersensible, cada vez más conectada e informada – requiere hoy mucho más que líneas de legislación, demanda la construcción de confianza en las instituciones y en quienes ejercen temporalmente su dirección.
La primera omisión es común y deriva de la miopía de considerar que el poder – y sus posibles abusos – están circunscritos sólo a los políticos que mediante los mecanismos de representación acceden a él. En las sociedades modernas es mucho más complicado, pues muchos intereses de muy diversa naturaleza tienen espacios de poder claramente definidos o aprovechan los vacíos existentes para obtenerlos, algo aún más común en sistemas políticos débiles o en crisis, lo que conduce a problemas evidentes de captura de las políticas y de los presupuestos públicos. Mucha de esa captura y extracción de rentas termina presentándose porque una definición estrecha de independencia y autonomía y la ausencia de transparencia y verdaderos pesos y contrapesos la permiten y perpetúan.
El segundo problema es la construcción de confianza. La dinámica social y política moderna requiere más que la letra muerta de una ley o una fría norma constitucional para construir una sana y vibrante convivencia democrática, requiere de confianza en que las instituciones operan con la mira puesta en el bien común y apropiadamente protegidas de los intereses creados y de los abusos asociados con los poderes, sean éstos formales o fácticos.
Esto es particularmente cierto en estos tiempos en donde, crisis tras crisis – políticas, económicas, ambientales, sanitarias, etc. – han ido erosionando cada vez más el contrato social y colmando a la ciudadanía de dolor y sufrimiento, de incertezas e inseguridad y tornándola cada vez más descreída, indignada y resentida y, por tanto, presa más fácil para el populismo y la polarización.
Quienes por ingenuidad o por interés – defendiendo las rentas que extraen ilegítimamente de lo colectivo – creen que los riesgos de un poder abusivo se evitan simplemente con normas jurídicas o constitucionales vacías y sin la construcción de confianza en el sistema y el replanteamiento de un nuevo contrato social están poniendo a nuestras sociedades en un riesgo enorme, al llevar a que una ciudadanía indignada termine por ser atraída por los cantos de sirenas populistas o por los liderazgos autoritarios, quienes paradójicamente, a través de los votos terminarán dinamitando los pesos y contrapesos y los principios de división de poderes, autonomía e independencia que se pretendían defender.
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