Por José Luis Arce
23 de abril, 2021
La mitigación de sus efectos y la adaptación al cambio climático provocado por las actividades humanas es, hoy por hoy y sin lugar a duda, el reto más grande que deben enfrentar las sociedades modernas.
Se trata de un imperativo en múltiples dimensiones. Las políticas públicas que se diseñen y pongan en práctica con esos fines serán fundamentales no sólo para impulsar un crecimiento económico que no signifique la depredación y destrucción del planeta y que, además, se acompañe de mayores espacios para la equidad e igualdad de oportunidades, sino que significará para millones de personas, particularmente las más débiles y vulnerables, la diferencia entre la vida o la muerte.
Si la magnitud del desafío que se tiene entre manos es cada vez más clara y los costos humanos y económicos provocados por el cambio climático se materializan – tristemente – cada vez con mayor frecuencia, ¿por qué sigue siendo difícil alcanzar los acuerdos políticos y sociales necesarios para avanzar en la adopción de acciones climáticas más ambiciosas y contundentes? ¿por qué es tan común escuchar el argumento actuar para mitigar o adaptarse al cambio climático significa inexorablemente costos en términos de actividad productiva y empleo?
Una parte de la respuesta a estas dos preguntas pasa por un hecho incontrovertible: los instrumentos de naturaleza económica – principalmente medidas impositivas como los tributos verdes o sobre el carbono – que se han diseñado y adoptado significan, si no se acompañan de otras intervenciones, que quienes cargan mayoritariamente con su costo no reciben o se apropian directa ni totalmente de sus beneficios. Esto debilita marcadamente los espacios políticos para el avance de una agenda comprensiva en materia de acción climática y convierte en crucial el diseño de un proceso justo de transición productiva y energética.
Este fallo de mercado – que no es más que el conocido problema del polizón – no sólo esta relacionado con la distribución de los costos de las acciones climáticas en el plazo inmediato, sino que además tiene componentes intergeneracionales y geopolíticos muy relevantes: la mayor parte del carbono emitido por las actividades humanas que ha conducido al aumento en las temperaturas a nivel planetario fue generado por las actividades productivas y la población de las economías avanzadas a través de los últimos 300 años, pero hoy, son las naciones en desarrollo las que representan la mayor parte de las emisiones y por tanto, las que cargarían la mayor parte del costo de las intervenciones basadas exclusivamente en impuestos.
Una forma de tratar de mitigar una injusta distribución de los costos y los beneficios de las medidas asociadas con la fijación de un precio para las emisiones a través de instrumentos impositivos es acompañarlas – o mejor aún ligarlas estrechamente con– de incentivos, por ejemplo subsidios, que promuevan la adopción y, particularmente, el desarrollo de tecnologías basadas en energías limpias y de una bien articulada estrategia de transformación productiva y generación de riqueza – i.e. de los patrones de producción y consumo – consistentes con las aspiraciones en materia ambiental y social.
La lógica es simple, al incentivar la adopción de formas de producción limpias y al transformar la matriz productiva y los patrones de consumo se propician externalidades positivas relacionadas con la tecnología y la escala, abaratando costos e incrementando el potencial de cambio de las políticas y, por lo tanto, mitigando – o incluso eliminando del todo – el impacto negativo sobre la actividad y el crecimiento económicos que se le atribuye a las acciones climáticas basadas sólo en fijar un precio al carbono o limitar su emisión.
Localmente, esto implica ligar los marcos impositivos sobre las emisiones con acciones que incentiven – probablemente a través de subsidios – la adopción y de desarrollo de tecnologías verdes y los cambios en productivos y en el consumo congruentes con la protección ambiental; mientras que en el ámbito internacional abre un espacio enorme para que las economías avanzadas – usualmente las líderes en estos campos – hagan su parte no sólo cortando sus propias emisiones, sino que principalmente contribuyendo – por ejemplo, mediante cooperación o mecanismos de financiación adecuados – a que el costo de hacerlo – en términos de actividad económica y empleo – en el caso de los países en desarrollo resulte menor.
Quizás mediante una mejor distribución de los costos y beneficios de la acción climática, así como del impulso al crecimiento asociado con el uso y el desarrollo de tecnologías verdes y las políticas de cambio en la matriz productiva se pueda contribuir a superar la falsa dicotomía entre economía y ambiente. Por supuesto, nada de esto sucederá si los actores políticos y los grupos de interés no muestran un nivel mínimo de responsabilidad que implica la madurez de no emplear el cambio climático como un argumento ideológico y polarizador, ya sea con fines electorales o para apuntalar ganancias privadas.
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